Elena Poniatowska ha entrevistado a todo el mundo. En algún momento, lo hizo cada día para varios diarios nacionales, sacando la línea, el aforismo, la declaración emocionada de los hombres y mujeres que le interesaban.
Por ello fue muy aficionada a frecuentar la cárcel de Lecumberri en la que, en algún instante, residían pintores, como Siqueiros, escritores como José Agustín o José Revueltas y líderes del movimiento estudiantil de 1968. Pero esa manía sobrepasó las décadas y fue causante de libros como Fuerte es el silencio, un retrato hablado de los años setenta mexicanos. Las entrevistas para Elena han sido una forma de alimentar sus crónicas y sus novelas.
En ellas no parece haber nada más interesante que el instante en que la que interroga provoca en el entrevistado una reacción, una confesión, incluso una broma. La palabra, el modismo y hasta el mexicanismo detonan una historia contada en preguntas y respuestas. Es una forma de la crónica, aparentemente desentendida, causalmente lograda, pero no es así.
Elena trabaja cada entrevista como se construye un texto de ficción. En esos diálogos se ventilan sus obsesiones, sus curiosidades por los demás y su idea, tan poniatowkiana, de darles voz a los que no la tienen. La suya es una curiosidad omniabarcante: Elena siempre se pregunta qué es México, desde la fecha en que llegó al puerto de Veracruz, exiliada de niña por la guerra europea, y sabía, por su abuela, que aquí se comían los corazones de la gente. A Elena, México le comió el corazón. Y estas entrevistas son sus registros.