Ser niño es entender que el que lleva al infierno es un camino corto. Se llega sin saber, se escapa sin pensar, se vuelve sin querer. El niño de esta historia se resiste a contarla. Antes de darle un sitio en su memoria, preferiría darle sepultura. Cuanto menos lo espera, ya está inmerso en un juego trepidante que le permite todo menos dejar de morir una historia. Se trata de salvarla, ése es el juego. No es que la infancia sea en sí difícil, sino que sus fantasmas resultan invencibles y sus muros inexpugnables. En un proceso inverso al exorcismo, el autor se transforma en personaje, el retrato en fantasma, la cicatriz en tinta: "Se escribe, igual que se ama o que se vive, porque no queda más alternativa, ni se ve escapatoria tolerable".